LENGUA SEMANA 10 - LA ÚLTIMA... Y NOS VAMOS (15 de junio)
Se acerca ya el final de este curso tan extraño, y
por tanto es el momento más adecuado para hablar de finales.
Cuando nos enfrentamos a una narración, esta puede
tener, al menos, dos tipos de finales posibles:
ACTIVIDADES
1) Escribe un
final (original) para este relato de David Olier:
La lluvia
golpeaba con fuerza los restos carbonizados del coche. Debajo, Ízakar trataba
de soportar el frío y la humedad. Tenía los ojos cerrados. Trataba de no pensar
en las consecuencias de estar fuera del refugio durante una tormenta mientras
caía la noche. Abrazó a Emaya con más fuerza. Ojalá no se hubiera dejado
convencer. Ojalá no hubieran salido a buscar nada aquel día. Pero, como no
podía, se limitó a apretar con fuerza las mandíbulas.
Ízakar odiaba la
lluvia. Su sonido hacía mucho más difícil detectar a los shamas. El anochecer lo convertía en una tarea imposible. Notó a
Emaya sollozar entre sus brazos y pudo sentir sus lágrimas resbalándole por el cuello.
Fue entonces cuando él también se dejó arrastrar por el miedo. «¿Qué vamos a
hacer?».
A diferencia
del exterior, la estación de metro se encontraba tan iluminada que parecía de
día. No existía un solo centímetro cuadrado que no estuviera cubierto por la
potente y blanca luz que emitían. Docenas de personas dormían apiñadas allí a
pesar de la iluminación. Algunos lo hacían con trozos de tela oscura cubriendo
sus rostros, otros con la cabeza escondida entre sus brazos; la gran mayoría,
sentados con los ojos entreabiertos. Aunque ninguno de ellos lo hacía con
tranquilidad.
Pequeños
grupos armados recorrían el perímetro iluminado de la estación. Guardias
diestros e imperturbables que, cargados con grandes y potentes linternas en una
mano, y espadas, machetes o hachas en la otra, caminaban con la seguridad de quien
ya ha luchado y vencido a la muerte en más ocasiones de las que es capaz de
recordar. Ninguno era demasiado corpulento, ni demasiado viejo. No podía ser de
otro modo. A estas alturas solo sobrevivían los mejores y más preparados; los
más rápidos, no los más fuertes. La fuerza física no era útil contra aquellos
seres. Solo la rapidez, la percepción y la habilidad para anticipar sus
movimientos eran capaces de hacerles frente. Una rapidez idéntica a la que
demostró Avry al levantar la cabeza cuando se escuchó el ruido metálico de la
compuerta del andén dos: la única vía de acceso a su refugio. El único lugar
custodiado por un puesto de guardia permanente.
Avry se
levantó y corrió en su dirección. Tenía la esperanza de que fuera el sonido de
las puertas al abrirse para recibir a Ízakar. —Si le ha pasado algo… —murmuró
entre dientes. Su odio por Emaya solo podía compararse al odio que sentía por
los shamas. Esa pequeña chica morena
le había robado a su hombre desde el día en que llegó al refugio. Y los hombres
buenos no abundaban en esos tiempos.
Kalye fue el
primero en ver la sombra deslizarse por la línea negra que unía la pared con el
techo. Un ojo menos experto que el suyo solo hubiera visto un rastro de humo
flotando en el aire. Sin embargo, él no era ningún novato. Sabía que el humo no
flota desde el exterior hacia el interior, que no podía tener un inicio ni un
final definido y que no avanzaba con cautela esquivando las luces de los focos.
Pero lo más importante es que sabía que el humo no hacía que se te erizase la
piel de la nuca. De no haber sabido todas esas cosas, él y sus compañeros
yacerían bajo las planchas de acero del final de la vía tres despedazados por
las garras y las fauces de un shama
errante.
A pesar del
peligro que todos corrían, Kalye no dio la voz de alarma. No hacía falta. Pulsó
el interruptor más cercano y dos puertas de acero cayeron a plomo sobre el
suelo, dejando a los tres guardias y a la sombra encerrados en un recinto
hermético. Apuntó su linterna hacia la forma alargada que se arrastraba por
encima de sus cabezas y desenvainó el filo de su machete. Sus dos compañeros,
al oír las puertas caer, hicieron lo mismo y se giraron para buscar el haz de
su linterna con las armas preparadas.
Aunque sus
corazones empezaron a bombear sangre con más fuerza, a ninguno se le agitó la
respiración. Nadie habló. Su concentración y preparación eran impecables, fruto
del duro y largo enfrentamiento que tenían con aquellos seres. Los tres estaban
preparados para atacar a la sombra en el momento en que esta perdiera su forma
etérea y volviera a compactarse. Así que esperaron pacientes mientras el shama se arremolinaba en torno a la
puerta de acceso al refugio. Su único objetivo, como el de todos los que
entraban, era penetrar sus defensas antes de que lo destruyeran.
Avry pudo
escuchar los jadeos y las cuchilladas a través de los casi diez centímetros de
acero que separaban el refugio de la esclusa de aislamiento de entrada. Otro shama intentaba colarse en sus
instalaciones. Otro shama que caía
bajo el acero de los guardias. «¿Cuánto tardarán en atacar este lugar en
condiciones?», pensó mientras escuchaba la batalla. El elevado número de shamas del exterior contrastaba con los
pocos que se aventuraban a entrar en lugares cerrados y aislados como ese.
Avry, como la mayoría de miembros del refugio, se preguntaban por qué, si
querían aniquilarlos, no enviaban un contingente entero.
Cuando la
lucha terminó y la compuerta se elevó, Avry pudo ver que, en el interior del
puesto de guardia, solo había tres personas. Las mismas tres que custodiaban
siempre la entrada. Ni rastro de Ízakar. Ni rastro de Emaya. Ni rastro del shama.
Sus ojos se
cruzaron con los de Kalye sin encontrar rastro de emoción alguna en ellos. Las
emociones se perdieron al mismo tiempo que perdieron el derecho a vivir en su
propio mundo. Una ceja levantada y un imperceptible cabeceo fue todo el
intercambio que realizaron. Suficiente para que Avry supiera que nadie había
visto a Ízakar. Suficiente para perder las esperanzas de volver a verlo, porque
pocos sobrevivían a una noche entera en el exterior, pero nadie lo hacía cuando
había lluvia.
Otro shama más salió de ninguna parte y
empezó a dar vueltas alrededor de los restos del coche. Con ese, Ízakar había
contado dieciséis rondando su escondite. Él era el único capaz de diferenciar
ese escozor detrás de la nuca que anunciaba su presencia, y lo hacía con tal
precisión que podía determinar la posición de los shamas que había a menos de diez metros de él. Un raro don que
había ayudado al refugio y a su gente desde que llegó allí. «Va a ser una gran
pérdida para ellos», pensó mientras anticipaba el final que creía inevitable.
El frío
empezaba a ser insoportable. Tenían la ropa empapada y los miembros ateridos,
por lo que ambos empezaban a mostrar los primeros síntomas de hipotermia. Si
pretendían hacer algo para sobrevivir, tendrían que hacerlo ya…
2) Al final, por el principio.
Aquí os dejo el inicio de la novela Las intermitencias de la muerte, de José Saramago.
Al día
siguiente no murió nadie.
En
el caso de la novela del autor portugués, a partir de esa simple oración se
construye toda la trama narrativa posterior.
En
nuestro caso, vamos a darle una vuelta de tuerca y vamos a convertir esta frase
en el final de la historia libre (y original) que vamos a escribir.
Así
que, adelante.
Aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su
regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento
escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia
para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado. Fiodor
Dostoievski.